
Hace unos días que me ronda la idea de publicar una entrada para hablar de aquellos que, un día, fueron protagonistas, los principales personajes de esta gran obra que llamamos mundo. Siempre han sido personajes secundarios, pero siempre han despertado en mí cierta conmoción. Pero un día te das cuenta, sentada en el autobús observando a las personas que están esperando en las paradas, de que están ahí, como invisibles, llenando el espacio de ese escenario que, sin ellos, estaría descompensado.
En sus ojos puedo leer algo contradictorio, en cierta manera ambiguo, acerca de su mirada propia frente al mundo. Hay en ellos algo así como admiración, curiosidad y confusión frente a un entorno que han masticado y han saboreado, del que son los auténticos expertos y los sabios. Arrastran experiencia, arrastran historias con ellos, las llevan dentro, nada les puede conmover, pues cada una de esas personas han pasado muchísimas veces el florecimiento primaveral, lo que se trae de nuevo la vida, lo nuevo que lleva consigo el tiempo, la renovación vital. En este sentido, no esperan nada más, más cambios, no hay nada más que ellos puedan conocer.
Pero como he dicho, lo primero que sientes al entrar en su mirada es extrañeza. Extrañeza ante todo aquello que ya no pueden ni podrán conocer, que les es conocido y a la vez desconocido. Conocen a las personas, conocen lo que les sucederá, conocen muchas experiencias, pero desconocen inevitablemente el sentido de lo nuevo. Ya no tienen ni quieren tener esa capacidad de aprender, hay algo en su ser y en su conciencia que les impide ya seguir en esa dinámica de renovación: tecnologías, nuevas relaciones personales, nuevos problemas, nuevos temas, nuevas ideologías, nuevos debates, nuevos libros, nuevos pensamientos, nuevos colores, nuevos rumbos.
Éstos son los mayores de nuestra sociedad. Los que están sentados en la parada del autobús mirando los coches, observando a los jóvenes pasar. Ésta es mi abuela al escucharme y observarme cuando le cuento mis historias.
Conocer y desconocer, ésta es nuestra condición final de la vida. Quiero poder llegar a esa sensación, no me importa. Quiero que mi mirada, mi expresión, mis arrugas, sean como un libro escrito lleno de notas y matices que harán aprender a los demás, pero que a la vez sea un libro cerrado, editado, en el que ya no es posible una sola reedición más. Pues me será suficiente haber vivido lo que hasta entonces habré vivido. Y tengo que resignarme a aceptar, si es esto lo que deseo, que los nuevos protagonistas de la historia del mundo observen en mí esa mirada de extrañeza y confusión permanente ante todo lo nuevo que venga, cuando yo haya decidido no renovarme más.